Impasse: un tiempo en suspenso
Colectivo Situaciones
Hablamos de un impasse para caracterizar la situación política contemporánea. Imagen resbaladiza y difícil de teorizar, pero muy presente en las diversas situaciones que recorremos. En tanto concepto que intentamos construir, requiere una práctica perceptiva que nos sitúe más allá de las representaciones utilizadas por la lengua de la política, el ensayo, la filosofía o las ciencias sociales. Y una sensibilidad que nos arrastre hacia ese tiempo en suspenso, en que todo acto vacila, y donde sin embargo ocurre todo aquello que requiere ser pensado de nuevo.
La noción de impasse aspira a nombrar una realidad cuyos signos no son evidentes y se propone como clave de inteligibilidad de la atmósfera en que vivimos. Para ello acudimos a un conjunto de conversaciones orientadas a indagar qué articulaciones discursivas, afectivas y de imaginación política habilita la actividad en el presente. Un presente que, como dijimos, se revela como tiempo en suspenso: entre la ironía del eterno retorno de lo mismo y la preparación infinitesimal de una variación histórica.
El impasse es sobre todo una temporalidad ambigua, donde aparentemente se han detenido las dinámicas de creación que desde comienzos de los años noventa animaron un creciente antagonismo social –cuyo alcance puede verificarse en la capacidad para destituir los principales engranajes del neoliberalismo en buena parte del continente.
Decimos que la detención es aparente porque, como veremos más adelante, no es cierto que se haya diluido de manera absoluta la perspectiva antagonista, ni mucho menos que se encuentre paralizado el dinamismo colectivo. Por el contrario, en el impasse coexisten elementos de contrapoder y de hegemonía capitalista, según formas promiscuas difíciles de desentrañar.
La ambigüedad se convierte así en el rasgo decisivo de la época y se manifiesta en una doble dimensión: como tiempo de crisis que no posee un desenlace a la vista; como escenario donde se superponen lógicas sociales heterogéneas, sin que ninguna imponga su reinado de manera definitiva.
Lo cierto es que la sensación según la cual la actividad política desde abajo (tal como la conocimos) estaría atascada y como adormecida, adquiere incontables matices cuando concebimos la realidad latinoamericana y de buena parte de occidente. La complejidad de situaciones que no cesan de mutar por el influjo de la crisis global nos impulsa a considerar este impasse como un concepto abierto –tal vez momentáneo, tal vez duradero– a todos los tonos y derivas posibles.
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En el impasse, […] el tiempo transcurre sin confianza en el progresivismo e insensible a toda totalización. El suspenso se corresponde con una sensación de detención/inaprehensión del tiempo, de incapacidad de aferrar los posibles de una época acosada por todo tipo interrogantes. Es un tiempo movido por una dialéctica sin finalidad. Pero, a la vez que rechaza el argumento de que asistamos a un nuevo fin de la historia (como se promocionaba hace poco más de una década), se expande un estado de ánimo donde conviven el agotamiento del sentido histórico con un renacer esplendoroso de lo ya-vivido.
¿En qué aspecto hablamos de agotamiento histórico? En tanto las posibilidades parecen multiplicarse hasta el infinito, pero el sentido de la acción se vuelve insondable, se disipa. La posibilidad de la apertura (la apertura de la posibilidad) que se presenta “como a mano”, esa tentativa de pregunta absoluta (una suerte de ¿y por qué no?), se revierte, en el tempo del impasse, en dinámica de atoramiento.
Finalmente, ¿a qué nos referimos con un retorno de lo ya-vivido? A una economía fantasmática que hace que lo actual se vista de memoria, de manera tal que el pasado retorna como puro recuerdo, homenaje o conmemoración. Este retorno de lo mismo como recuerdo se da como cierre ante una pregunta que abrió un tiempo nuevo y, sin embargo, quedó desfigurada. Desfigurada en tanto se la quiso clausurar con las respuestas históricas de lo ya pensado, neutralizándola como espacio de problematización. Y, aun de ese modo, persiste latente o pospuesta como tensión irresuelta. En el impasse se configura así un juego incesante de frustraciones y expectativas.
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Gubernamentalidad y nueva gobernabilidad
De la dictadura al triunfo del neoliberalismo vivimos en Argentina –como parte de un proceso ampliable a Latinoamérica– la instalación de un tipo nuevo de gobierno, cuyo funcionamiento ya no depende de la soberanía única y preexistente del estado, sino que se desdobla en infinitas instancias de gestión, a partir de acoplamientos contingentes capaces de intervenir ante cualquier hipótesis de conflicto. La novedad reside en una invención permanente de dispositivos políticos, jurídicos, de mercado, de asistencia y de comunicación, que son articulados cada vez para tramitar situaciones puntuales. A esta forma de enraizamiento del gobierno en la sociedad Foucault la denominó gubernamentalidad. Se trata de la incorporación de dispositivos monetarios, de gestión de la opinión pública, de la influencia mediática y de reglamentación de la vida urbana que hacen del neoliberalismo una forma de control inmanente de las vidas, de su cálculo y de su disposición mercantil, al mismo tiempo que toma en cuenta el desarrollo de las libertades e iniciativas como valor máximo. En América latina, sin embargo, este nuevo régimen de gobierno tuvo una singularidad: fue definitivo en su triunfo la instauración de formas de terror contra-insurgente entre los años 70 y principio de los 80. A partir de entonces, el estado deja de ser la síntesis soberana más consistente de la sociedad, para fundirse como un actor entre otros, al interior del funcionamiento de unos dispositivos de gobierno más complejos (gubernamentalización del estado).
Creemos que debido a las experiencias colectivas surgidas en torno a los movimientos sociales –desde principio de los noventa y hasta los primeros años del nuevo siglo–, que más tarde provocaron en muchos países de la región un desplazamiento de los modos de gobernar en la medida que obligaron a la interpretación de algunos núcleos críticos manifestados por estas nuevas insurgencias, se genera un punto de inflexión al interior del paradigma de la gubernamentalidad neoliberal.
A esta inflexión la llamaremos nueva gobernabilidad. Está formada por la irrupción de las dinámicas sociales que cuestionaron la legitimidad del neoliberalismo puro y duro y la posterior llegada al poder de los gobiernos “progresistas” en el Cono Sur. Gobiernos que fueron determinados, de modos e intensidades variables, por la repercusión alcanzada por el nuevo protagonismo social en la alteración del régimen de gobierno puramente neoliberal. Nos interesa marcar aquí el sentido de la secuencia: fue el poder destituyente de estos movimientos el que impugnó y puso en crisis los dispositivos financieros, de asistencia social subordinada, de expropiación ilimitada de los recursos y de racismos consolidados (de la gubernamentalidad neoliberal) y el que permitió de uno u otro modo la llegada al poder de los gobiernos “progresistas”. A tal conjunción de dinámicas se debe la nueva gobernabilidad.
En medio de la crisis, fueron también los movimientos y las experiencias de una nueva radicalidad las que pusieron en cuestión la gestión neoliberal del trabajo y de lo común (recursos, tierras, bienes públicos, conocimiento, etc.). Dichas dinámicas dieron lugar a una tentativa de atravesamiento social, aún si de modo parcial, del estado (como aparato, pero aún más como relación); un estado que es ya una forma-en-crisis. Las innovaciones puestas en práctica, lejos de constituir nuevos modelos políticos a copiar, se exhibieron –allí donde tuvieron oportunidad de desarrollarse- como lo que son: tanteos tácticos en una disputa por redefinir la relación entre poder y movimientos.
Ya que si entre nosotros el neoliberalismo “duro” pudo definirse como el esfuerzo por encauzar y resumir lo social en la esfera del mercado (privatización y mercantilización general de la existencia, de la naturaleza, también del estado y las instituciones vía tercerización), el nuevo protagonismo social y su vocación destituyente dieron cuenta de la violencia de esa síntesis, devolviendo a la esfera pública la densidad política que el tratamiento puramente mercantil le amputaba, determinando la expansión de una verdadera diferencia en la escena política.
La nueva gobernabilidad ya supone entonces una complejización en la gestión de lo social, instalada desde finales de la dictadura. Pero su novedad radica en que los movimientos sociales se proponen –con éxito diverso– determinar normas, orientaciones y dinámicas de gobierno (estatales y no estatales), en un espacio que está también en permanente disputa. De tal carácter novedoso no se desprende una definitiva e irreversible valoración positiva de su accionar. Sino la constatación de que la plasticidad y ambigüedad de estos procesos es enorme, pues están sometidos por su propia naturaleza a los vaivenes de la lucha política.
Lo que sucede en torno de esta nueva gobernabilidad, los procesos concretos que limitan y/o amplían cada vez su dinámica democrática, es lo que nos interesa analizar a partir de aquí. Para lo cual debemos tener en cuenta dos dimensiones. Por un lado, que la “crisis de los movimientos sociales” tempranamente planteada por el colectivo Mujeres Creando. se tradujo en buena medida como dificultad para propiciar y profundizar políticas innovadoras en el plano institucional y en la propia dinámica de movimiento. Por otro, que la nueva gobernabilidad insinuada en ese encuentro de dinámicas heterogéneas, se basó en el reconocimiento parcial y paradójico de los enunciados colectivos que surgieron en la crisis. Lo cual hizo que estas expresiones sean recodificadas desde las instituciones como meras demandas, desactivando su aspecto disruptivo y transformador.
La excedencia producida por las experiencias sociales más novedosas de la última década no ha encontrado modos duraderos de expresión pública autónoma. Sin embargo, una modalidad de ese plus de invención persiste bajo premisas posibles de ser tenidas en cuenta por diversas instancias de gobierno en el presente. En este sentido puede entenderse el postulado que ha inhibido la represión política en varios países del continente, o la hipótesis de que no es rentable seguir apelando al discurso del ajuste y la privatización. Ambos, si bien pueden ser considerados “enunciados negativos” en la medida en que traducen como prohibición lo que había emergido como apertura destituyente, al mismo tiempo muestran el carácter duradero de sus efectos cuando llegan a ser percibidos como principios axiomáticos inevitables.
De esta manera, las marcas que la crisis (con sus protagonistas) inscribió en el tejido institucional resultan aún hoy visibles, en pleno proceso de normalización y debilitamiento de los propios movimientos. Y esta persistencia se da como un juego de reconocimientos parciales con efectos variables (reparatorios, de confiscación, compensatorios) que, sin embargo, excluyen la perspectiva concreta de la reapropiación social de lo común surgida de la agenda de los movimientos a nivel regional ….
Digámoslo una vez más: la ambigüedad caracteriza este momento. Los enunciados democráticos que sobreviven a las circunstancias que le dieron origen quedan sometidos a nuevas interpretaciones de las fuerzas en disputa, al punto que su despliegue ya no depende de los sujetos que los concibieron, sino de quienes adquieren en el presente la capacidad de retomarlos según sus propios fines. El escenario remite así a un juego de espejos, en el que todos nos preguntamos por el destino de tales premisas, mientras las posiciones no cesan de multiplicarse. No son comparables, por ejemplo, la tentativa del Partido Único de la Revolución Bolivariana de Venezuela con los dilemas que enfrenta Morales ante la ofensiva reaccionaria de la Medialuna; así como no se asemejan situaciones tan frágiles como la de Paraguay con los países que, al estilo de Ecuador, han logrado procesos constituyentes. Tampoco pueden asimilarse entre sí, sin más, el avance militar y paramilitar en la zona de Chiapas, la incapacidad del PT por crear una candidatura que no sea la de Lula, o el estrechamiento de los interlocutores que, tanto dentro como fuera del gobierno, ahuecan la escena política argentina.
El debilitamiento de las tendencias más virtuosas que caracterizaron a la nueva gobernabilidad ha determinado el bloqueo de su espíritu innovador. Dando lugar así al tiempo de atoramiento en el que estamos inmersos: el impasse.
Nueva gobernabilidad y buen gobierno
Con la consigna del mandar obedeciendo, los zapatistas intentaron redefinir justamente la relación del poder desde abajo con las instancias de gobierno una vez que se ha desestimado la captura del estado como medio privilegiado del cambio social. Mandar obedeciendo se convirtió así en sinónimo de otra fórmula: la del buen gobierno. Fueron ellos también los primeros en tratar de experimentar una dialéctica con el gobierno local y nacional cuando iniciaron los Diálogos de San Andrés, luego del levantamiento armado en Chiapas. Con aquel fracaso sobre las espaldas, los zapatistas hicieron pública su desconfianza ante la más reciente ola de los llamados gobiernos “progresistas” o “de izquierda” en la región, relanzando, con La Otra Campaña, su convocatoria a los de abajo y a la izquierda social y autónoma.
¿Qué implicancias tuvo que Evo Morales terminara su discurso de asunción en enero del 2005 diciendo que se disponía a mandar obedeciendo? ¿Qué indicaba el desplazamiento de esta consigna política a la tan disímil situación boliviana? En primer lugar, señaló el peso de los movimientos sociales que, en su fuerza movilizadora y desestabilizante, forzaron un “más allá” de las formas representativas de gobierno. Pero en segundo lugar, resaltó la paradoja por la cual son esos mismos movimientos que han hecho de la desobediencia su plataforma de acción política, la base de una nueva gobernabilidad desde entonces en formación. El uso del mandar obedeciendo en Bolivia se aplicó al proyecto de coexistencia entre, por un lado, estos poderosos movimientos sociales que vienen enfrentando hace décadas al neoliberalismo y al racismo y, por otro, a un conjunto de corporaciones trasnacionales y actores políticos relevantes en la pugna en torno a la explotación de recursos (naturales-sociales) claves para la inserción de Bolivia en la economía mundial.
Así, entre la “nueva gobernabilidad” y la idea de “buen gobierno” zapatista desplegada en las Juntas de Buen Gobierno se juega el contenido del mandar obedeciendo. Más que dos hipótesis contrapuestas, ambas –cuando no quedan cristalizadas como polaridades irreconciliables– intentan pensar la cuestión del gobierno en relación al poder constituyente desde abajo. Y muestran cómo un elemento comunitario, tal como el mandar obedeciendo, se ha vuelto un elemento radicalmente contemporáneo a la hora de pensar nuevas hipótesis políticas.
Los zapatistas, sin embargo, han comprobado que en México esa dialéctica entre gobiernos y movimientos puede no funcionar y que, su fracaso, obliga a los movimientos a una nueva fase de silencio y, a veces, de reconversión sustancial de sus estrategias.
¿Qué pasa cuando ciertas tendencias al mandar obedeciendo posibilitan una tentativa de atravesamiento del estado inaugurando una dinámica de nueva gobernabilidad? Dijimos que los movimientos sociales (y ahora nos referimos de manera más precisa a los sujetos concretos, organizados en torno a luchas experimentales bien encarnadas) se quedaron sin “expresión pública autónoma”. El plano transversal de producción y elaboración política que emergió durante la fase más callejera de la crisis ya no existe o sólo puede verificarse de manera fugaz, lo que impide construir pragmáticas que desplieguen en un sentido emancipador las premisas conquistadas.
En el impasse constatamos, entonces, el agotamiento de cierta modalidad del antagonismo, ya sea en su versión multitudinaria y destituyente como en su capacidad para inspirar nuevas instituciones (post-estatales). Ese decaimiento de la tensión antagonista permitió el relegamiento de un conjunto de dilemas formulados por las luchas, en torno al trabajo asalariado, la autogestión, la recuperación de fábricas y de recursos naturales, la representación política, las formas de deliberación y decisión, los modos de vida en la ciudad, la comunicación, la soberanía alimentaria, la lucha contra la impunidad y la represión. Lo cual puede ser considerado un indicador de la incapacidad relativa de los “movimientos” (es decir, nuestra) para jugar con versatilidad en la nueva situación. Versatilidad que no refiere sólo (ni fundamentalmente) a una eventual participación en el juego “político coyuntural”, ni a la insistencia en un enfrentamiento sin destino (en la medida en que carece de anclaje), sino sobre todo a la posibilidad de independizar ámbitos propios desde los cuales leer el proceso de manera autónoma. A tal fin, sólo una madurez política de los movimientos aporta la capacidad táctica para hacer de la autonomía una perspectiva lúcida en los momentos de máxima ambivalencia, y poner en juego sus múltiples dimensiones. Sin embargo, el potencial democratizador de los movimientos sociales ha quedado en suspenso, preso de los cánones del economicismo (que hacen del aumento del consumo el único contenido a tener en cuenta), o confinado a una dimensión estrechamente institucionalista, con los que se ha identificado, muchas veces, la nueva gobernabilidad.
Pero el impasse está también tramado por otro tipo de indefinición, que surge del agotamiento de las formas de dominio heredadas y la confirmación de ciertas invariantes que apuntalan la dominación como tal. Especialmente la reposición de formas de gestión neoliberal del trabajo bajo una narrativa desarrollista. Que no sólo no permite aprovechar el balance sobre tal cuestión que han desplegado los movimientos, sino que desproblematiza narrativas que conviven muy bien con nuevas dinámicas de acumulación destructivas de la ampliación de la posibilidad democrática del uso de los bienes colectivos.
América latina: un atravesamiento de la crisis
La coyuntura de América latina ofrece así dos aportes para reinterpretar críticamente la crisis que afecta la escena global. Pon un lado, el caudal de imágenes que anticiparon el descalabro del neoliberalismo, ahora generalizado (especialmente en Venezuela y Bolivia, en Ecuador y en Argentina); por otro: haber expuesto cómo la constitución de una subjetividad política desde abajo habilita la posibilidad de un “atravesamiento democrático” de la crisis.
Esta interesante duplicidad, sin embargo, ha sido traducida de manera neo-desarrollista por muchos gobiernos del continente, que si bien asumen el escenario de crisis, extraen de él argumentos que incitan la reposición de un imaginario estatal-nacional, plagado de añoranzas por las formas salariales.
La falta de matices de los discursos que configuran al oficialismo argentino actual, se debe a su insistencia en oponer abstractamente secuencias que en verdad no resultan antagónicas: “liberalismo o desarrollo nacional”, “mercado o estado”, “economía o política”. Tal manera de expresar los conflictos, si bien provee legitimidad inmediata y distribuye los roles en la escena, conlleva el riesgo de reponer la vigencia del neoliberalismo “político”, ya que elude toda reflexión crítica sobre los modos en que se articulan institución y competencia, lo privado y lo público, democracia y consumo. La renuncia a construir un diagnóstico singular y la incapacidad de generar lecturas originales sobre la naturaleza de la crisis contemporánea tienen como correlato políticas que no consiguen dar cuenta del desafío actual.
El impasse se superpone así con la crisis mundial del capitalismo: mientras el capital intenta redefinir nuevos lineamentos para su reproducción, la dimensión global del debate parece concentrada en evaluar las implicancias de una renovada política de intervención estatal. La reedición de este viejo binarismo supone, según Michael Hardt, la ausencia de racionalidades que consigan expresar la potencia surgida de los sucesivos y recientes ciclos de lucha.
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Mitológicas
Las luchas contra el neoliberalismo en la América latina de la última larga década y media resultan inconcebibles sin el desarrollo de movimientos que recobran o reinterpretan un mundo indígena, unas culturas originarias, y toda una miríada de elementos mitológicos que, subordinados durante siglos al occidente colonial, forman parte de un potencial más amplio para fabular el presente.
La existencia ambivalente de estos elementos mitológicos está dada por el hecho simultáneo de alimentar la imaginación de nuevas formas de gestión de lo común y de autonomía de lo social, por un lado; y, por otro, de funcionar –en su reverso– como vía de subordinación de poblaciones al paradigma nacional desarrollista. Como hemos indicado, el neodesarrollismo estimula un imaginario de reconstrucción de los lazos sociales alrededor del pleno empleo, al tiempo que se sostiene en el trabajo precario: numerosos elementos mitológicos participan hoy de hibridaciones complejas, que los vuelven funcionales a estas dinámicas.
¿Qué nos dice la recomposición de formas de empleo alrededor de economías como la textil sustentadas en el llamado “trabajo esclavo” de los talleres clandestinos, que mixturan relaciones y métodos cooperativos provenientes de las culturas originarias del altiplano boliviano con criterios de valorización capitalista?, ¿o el aprovechamiento de las habilidades y costumbres de las quinteras y quinteros, también migrantes de Bolivia, que hoy producen buena parte de la fruta y la verdura que se consume la metrópolis Buenos Aires?
¿Son estos elementos comunitarios (lingüístico-afectivos), en un ensamblaje posmoderno (¿pos-comunitario?), aprovechados en su reverso como fuente de nuevas jerarquías y formas de explotación? ¿Qué pasa cuando esos mismos elementos mítico-culturales entran a formar parte de la dinámica de creación de estereotipos y estigmas12 que justifican la política de división social de la ciudad en nuevos guetos y zonas de hiper-explotación laboral? ¿O es directamente incluido en el cálculo de abaratamiento de la mano de obra?
¿Cómo coexisten, entonces, estas tradiciones comunitarias con el mito moderno, siempre fuerte –y hoy omnipresente– en Argentina, referido a los “años gloriosos” de la sustitución de importaciones, al mismo tiempo que el mercado de trabajo se recompone actualmente a partir de elementos precisamente no modernos (jerarquías por raza y color de piel, etc.) y posmodernos (como los movilizados en buena parte de la economía de servicios)?
A la multiplicidad de tentativas abierta por la experimentación social ante la crisis, la glorificación del empleo post devaluación interpreta el estallido del 2001 y la coyuntura abierta del 2002-2003 como catástrofe a exorcizar y vuelve a situar la desocupación como amenaza y argumento de legitimación ante la posibilidad de una nueva devaluación.
Decíamos que el rechazo al trabajo y la recuperación de elementos mitológicos constituyen, entre otros, componentes de una capacidad política y actual de fabular. Incluidos como tensión desplazada en las ambigüedades del presente, forman parte de procesos de constitución de subjetividad en el impasse.
Hoy, aquel rechazo del trabajo (su politización, su materialidad rupturista, su otra imagen de felicidad) es una textura difusa en los barrios periféricos (tanto aquellos que están en el centro de la ciudad como en los antiguos “cordones industriales”): está incluido en el cálculo urbano de muchos que prefieren participar de redes más o menos ilegales y/o informales antes que conseguir algún empleo estable; es visible en muchas de las estrategias de los pibes más jóvenes que no tienen en su horizonte la posibilidad del empleo y sí muchas otras formas de ganarse y arriesgar sus vidas; y en otros todavía insiste como búsqueda de soluciones autogestivas o cooperativas para resolver la existencia diaria. Del mismo modo, las tendencias desguetificadoras y desracializadoras, forman parte de los momentos comunitarios y contraculturales más vivos en la ciudad. Se trata de componentes minoritarios de una difusión extendida (en este sentido apunta la caracterización del momento actual de Suely Rolnik), un compuesto activo que demanda suma atención.
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Contra el monolingüismo del capital
Sobre esta consistencia de promiscuidad, ¿qué ocurre con la política radical?
Si bien el mérito más explícito de las prácticas y enunciados que se difundieron a comienzos de este siglo en nuestro país (autonomía, horizontalidad, lucha callejera, insurrección) fue revelar la inconsistencia de la institución política previa, hubo otra cara de aquel nuevo protagonismo social que también fue decisiva: abrir un amplio campo de experimentación, atravesado por todo tipo de preguntas y afirmaciones. Por eso hoy, cuando nos interrogamos por la actualidad de la política, resulta imprescindible tener en cuenta el extenso proceso de recodificación de lo social que ha motivado el cierre relativo de dicho espacio experimental.
Una de las capas que conforman el impasse, quizá una de las más difíciles de analizar, involucra la existencia de fragmentos discursivos e identitarios que pertenecen a la memoria de luchas con las que hemos aprendido a conjugar, precisamente, el verbo hacer política. Esta apelación a ciertas fórmulas y simbologías que provienen de tradiciones combativas (incluso las más recientes), ha contribuido a reorientar procesos de aguda conflictividad (abiertamente indomables), según dinámicas polarizantes que menosprecian la riqueza sensible del antagonismo, reduciendo el horizonte de la invención colectiva. Cuando la diferencia política es reconstituida en términos de opciones binarias, la experiencia constituyente termina siendo reemplazada por una representación codificada de la misma.
Aun así podemos distinguir momentos de decodificación y tentativas de interpretaciónautónoma, a partir de esfuerzos de substracción relativa que perforan la convocatoria polarizante. No se trata de experiencias idealizables sino de situaciones activas que, produciendo sus propios lenguajes, dan lugar a derivas laterales que intentan esquivar el código dominante, aquel que se articula con el paradigma de gobierno e instituye el monolingüismo del capital.
Nos referimos a procesos en los que la coexistencia de una pluralidad de elaboraciones de sentido, de territorios vivos, de vínculos significativos, origina composiciones singulares e irreductibles. En este sentido, la producción de inteligibilidad desborda el ámbito de lo discursivo y se abre a un diagrama (afectivo, imaginario, corporal) mucho más amplio, que se constata tanto en los niveles de mayor visibilidad pública y mediática como en los espacios callejeros, las economías domésticas-informales y hasta en nuestros órganos fisiológicos (ojos, cerebros, riñones).
El antagonismo no ha desaparecido. Ha sido conducido a la polarización, pero a la vez ha sido diseminado en el fango y la promiscuidad, al punto de jugarse como posibilidad en cada situación. De allí, entonces, que podamos insistir con el valor propiamente político de los colectivos (mayor cuanto más inadecuado a la discursividad ambiente) que rehúsan disolverse en el sentido común articulado en el proceso polarizador.
Si tanto nos cuesta distinguir en qué consiste hoy la intervención política es por la ambigüedad y el vértigo que imposibilitan cualquier afirmación tajante y complejizan el ejercicio de la valoración. No se trata de reaccionar de manera conservadora, reponiendo las certezas que han quedado en pie. Hay que sumergirse en este medio ambivalente, lleno de potencialidades muy reales que no llegan a manifestarse, pero que impiden el cierre definitivo de “la realidad”.
Quizás la política sea, cada vez más, esta inflexión por la cual damos consistencia a las situaciones en las que nos involucramos, descubriendo la capacidad para fabular por nuestra cuenta. Esta labor requiere de una delicada artesanalidad.
The English translation of this extract, published in Turbulence 5, is available here.