¿En qué estabas equivocado diez años atrás?
Diez años después de las protestas en Seattle contra la Organización Mundial del Comercio, Turbulence invitó a distintas personas del movimiento global a que nos cuenten en qué estaban equivocados en ese entonces, en t-10. En este texto, el editor Rodrigo Nunes explica las razones de esta convocatoria.
El 2009 quedará en la historia como el año de la mayor crisis capitalista en casi un siglo; quizá será también recordado como el momento en el que la crisis ecológica se estableció definitivamente como una preocupación generalizada, más allá de que esto tenga diversos significados para distintos grupos. Se cumple también este año el décimo aniversario de las protestas en Seattle contra la Organización Mundial del Comercio, las que hicieron de 1999 el año en el que el movimiento “anti” o “alter-globalización”, o el “movimiento de movimientos”, o la “ola global”, devino un fenómeno mundialmente visible.
Es evidente que una de las razones por las cuales no se festejó este aniversario es que no hay mucho para celebrar. En todo caso, los problemas resaltados en ese entonces parecen hoy más acuciantes y más agudas las amenazas que implican. Y mientras el peligro crece, el poder redentor parece desvanecerse. Resulta sintomático que, como plantea Olivier de Marcellus en esta edición, “lo que es literalmente ‘una oportunidad única en la vida’, nos encuentre asombrosamente desprevenidos”. La movilización que se extendió en los años previos y posteriores a Seatlle, la riqueza de las distintas experiencias, la capacidad de invención, la determinación y la esperanza de aquellos días parece mucho más débil hoy. Estamos en un punto en el que resultaría tentador volver la mirada hacia los debates de una década atrás y afirmar que la historia nos dio la razón. El problema es que resulta difícil encontrar un “nosotros” desde el cual sostener dicha afirmación.
Para este número, Trubulence invitó a grupos e individuos que estaban activos de diversas maneras en la época de la “ola global” a responder a una pregunta: “¿En qué estabas equivocado hace diez años?”. Algunos han elegido tomar esta pregunta como un interrogante dirigido al ciclo como totalidad, en sus dimensiones globales. Otros, como una pregunta dirigida a realidades nacionales o locales, o a las prácticas de ciertos grupos o movimientos en los que participaban. Algunos incluso la han tomado como una pregunta verdaderamente individual.
La frase “activos de diversas maneras” implica algo más que la referencia habitual y obligatoria a la diversidad de la composición social de ese ciclo. Adelanta una hipótesis sobre el período: que no se trataba de un movimiento, sino de un momento –y que tal vez uno de sus problemas haya sido la confusión entre ambos. La distinción implica que lo que pasó entonces fue que la globalización misma hizo posible, por primera vez, que diferentes fuerzas sociales de todo el mundo fuesen concientes de la simultaneidad de sus luchas, sus puntos de superposición, sus efectos y diferencias mutuas (en términos de objetivos inmediatos, tácticas, formas organizativas, horizontes estratégicos), y que se comunicaran de formas que les permitieran desarrollar tanto el apoyo como el aprendizaje mutuo y converger en puntos comunes.
La cuestión no es, entonces, que “el movimiento” haya muerto sino que “el movimiento” nunca existió. Era un espejismo, producido en un momento en el que tuvo lugar un veloz e inmenso incremento de la capacidad de comunicación y coordinación y una amplia fascinación con la recientemente descubierta facultad para producir momentos de convergencia de un poder colectivo mucho mayor a la suma de sus partes. Lo que terminó siendo etiquetado como “movimiento” entonces –mayormente, el ciclo de protestas y contracumbres globales- no era más que la punta del iceberg. Lo que producía esas convergencias era una red mucho más profunda de conexiones, tanto directas (cuando los grupos desarrollaban instancias de comunicación y coordinación entre sí) como indirectas (cuando una historia o experiencia inspiraba algo en otro lugar). Y estas conexiones se daban entre iniciativas que eran algunas veces muy locales, otras muy distintas y en ocasiones incluso contradictorias.
Hablar de espejismos no implica desestimar ciertos efectos muy reales. Cada convergencia realimentaba a las iniciativas participantes, creando o reforzando conexiones y, sobre todo, fortaleciendo lo que resultó lo más singular de aquel momento: el hecho de que se planteó a sí mismo como global. Hubo otros ciclos de lucha que se desplegaron por el mundo –el de la década de los ’40 en el siglo XIX y el de la década de los ’60 en el siglo XX, para nombrar sólo dos. Pero lo que resultó único en el ciclo que se inició hace una década fue que el potencial incrementado para el intercambio y la producción de una trama común (commonality) resultó en una creciente conciencia de los diferentes impactos de la globalización neoliberal, de su interconexión, de las formas adoptadas por la resistencia a estos impactos y los modos en los que éstas podían ser articuladas.
Esta fuerza, sin embargo, luego se revelaría también como una debilidad. El “nosotros” de ese período devino progresivamente estabilizado en correspondencia con el “nosotros” de las protestas y las contracumbres. Un “nosotros” diverso y multitudinario, sin dudas, pero también un “nosotros” que sólo logró sostenerse a sí mismo dada la naturaleza efímera de dichas convergencias, sus temáticas negativas y exteriormente establecidas, y la retroalimentación positiva producida por su propia fuerza mediático-espectacular. Y lo que resulta más problemático aún es que esto generó la ilusión de que lo que sólo era la faz más visible de lo que estaba pasando en todo el mundo era efectivamente el movimiento –siendo tratando progresivamente como “la cosa en sí”, un fin en sí mismo en lugar de una herramienta estratégica y una serie de movimientos tácticos en lo que debería haber sido la constitución de “otro mundo”.
El problema es que resulta imposible habitar esta dimensión global en tanto tal. En primer lugar, porque este tipo de convergencias no bastan para producir un movimiento. Por más crucial que resulte mantener abierta la capacidad de focalizar la actividad en un momento y un lugar determinados, dicho potencial existe sólo como consecuencia de una capacidad construida a escala local, no como su sustituto. La comunicación a escala global es posible sólo en la medida en que existan luchas locales activas. En segundo lugar, porque privilegiar las convergencias con frecuencia mina los recursos para la construcción local, cuando el objetivo debería ser, precisamente, que las primeras reforzaran la segunda. De no ser así, esto termina significando que el antagonismo, en lugar de constituir la contracara necesaria de la construcción de autonomía, la reemplaza; y, al hacerlo, deshace el suelo en el que podría encontrar apoyo.
Tomadas de este modo, las convergencias terminarían operando mayormente en un nivel representativo (incluso a pesar de sí mismas): como vías de expresión de un disenso que no tenía forma de reforzarse a sí mismo. Este disenso, por supuesto, tiene cierta efectividad en las democracias parlamentarias, siempre que se corresponda con una masa de electores suficientemente grande como para constituir una variable electoral relevante. Esto resalta otra de las razones por las cuales lo global es inhabitable, al menos para las dimensiones antagonistas de la política: en sí mismo, ofrece muy poco espacio para la demostración de fuerza o el planteo de exigencias, dado que no hay nadie a quien interpelar de forma directa.
Como consecuencia, muchos decidieron desvincularse por completo de la dimensión “global”, dirigiendo sus energías nuevamente a la escala local. En otros casos, la investidura de lo “global” a expensas de lo “local” condujo a una desconexión entre la “política” y la “vida” (como describen tanto Amador Fernández-Savater y las ex integrantes de Precarias a la Deriva), con sus riesgos de conducir al agotamiento o de reemplazar la consistencia de una construcción lenta por los efectos más rápidos y amplios –pero también (con frecuencia) menos sustentables- de los medios de comunicación (como señala Trevor Ngwane).
Por supuesto, como algunos invitados señalan, hay otra razón muy específica por la cual esta dimensión global de volvió progresivamente inhabitable: el escenario en el cual ese momento de desplegó cambió de forma significativa después del 11 de septiembre y la aparición de la “Guerra contra el Terrorismo”. No sólo se desplazó el foco principal del conflicto –los Estados “buenos” contra los Estados “parias”, el “fundamentalismo” contra la “democracia”, el “Islam” contra “Occidente”-, sino que la confrontación se pasó a un nivel en el que ningún movimiento quería o podía ocupar: el aparato estatal versus el “terrorismo”. E incluso más, la combinación de una sensación de alarma constantemente reforzada y el despliegue de medidas legislativas y ejecutivas que avanzaron en todas las esferas y sirvieron para criminalizar a los movimientos sociales tuvieron como impacto subjetivo el reforzamiento del aislamiento, el miedo y los sentimientos de impotencia. La alegría descubierta en la acción colectiva (incluso a distancia) y que había sido uno de los elementos más importantes a la hora de mantener al momento unido se volvió más difícil de obtener. Las resacas, producto de los anteriores momentos de exceso, fue matizada con tonos más oscuros y ansiosos.
Las críticas y las preguntas aquí esgrimidas son retrospectivas. Hablar de un ciclo que ha perdido su efervescencia, como si ello fuese puramente el resultado de sus dificultades internas, o imaginar cómo podrían haber sido las cosas en otras circunstancias, puede parecer demasiado especulativo. Deberíamos preocuparnos por el presente, no por el pasado.
¿Porqué, entonces, preguntarnos en qué estábamos equivocados? Precisamente porque se trata de un modo de explicitar en que resulta distintivo del presente. Tenemos que evitar el convertir el hecho de que muchos de nuestros análisis se han confirmado en una oportunidad para simplemente dar vuelta el reloj asumiendo que tuvimos razón en todo lo demás. El peor resultado posible de todo esto sería que habilitase la resurrección de oposiciones estériles y falsas dicotomías, el afianzamiento de posiciones e identidades, la evasión de debates que debemos recomenzar, el regreso a un “nosotros” cuya desaparición (o, al menos, cuya existencia problemática) es necesario poner en cuestión y analizar-, una resurrección narcisista que podría eventualmente prevenir la constitución de un nuevo “nosotros”. En síntesis, todo lo que podría dificultar la emergencia de un nuevo terreno común.
Lo que proponemos podría entonces, quizás, describirse como un ejercicio terapéutico que permita la evaluación colectiva de lo que ha cambiado en nuestros movimientos y en el mundo en los últimos diez años, y que abra la posibilidad de una nueva vulnerabilidad que funcione como precondición para nuevos diálogos. En más de un sentido, se trata de un ejercicio analítico, o de su punto de partida. Un intento, difícil pero necesario, de transformar el trabajo de duelo de las luchas de la última década en una gozosa afirmación de la persistencia de su promesa en el presente.
Rodrigo Nunes, filósofo, estaba abocado a tareas de organización local diez años atrás, hasta que se topó con un “movimiento global” cuando el Foro Social Mundial se mudó a su patio trasero en Porto Alegre. Hoy está de vuelta en Brasil, luego de muchos años en el Reino Unido. Es miembro del colectivo editorial de Turbulence.
Este artículo fue publicado como Epílogo de la serie de textos T-10 en el Número 5 de Turbulence.
Traducido por Franco Ingrassia.
This Spanish translation was originally published in the April 2010, Spanish langauge edition of Turbulence available in full online here [PDF]. The article was originally published in Issue 5 of Turbulence.